Cartas a Tom Verlaine
XII
Perdí las cartas que te escribí en la adolescencia.
Nada importante.
Lo demás si tenía un costo,
un peso que seguro te resultaría idiota.
Fue la época en que estuve a unas cuantas maniobras de estrellarme contra el muro de piedra.
Los imbéciles dijeron: consumo de alcohol juvenil.
Llegaron más rápido los reporteros que el servicio de emergencias.
Leyeron todo mal y vendieron baratos los detalles.
Pisamos un hospital costoso.
Alguna de mis amigas gritaba
pidiendo la presencia de su madre
y del médico al lado suyo.
Por momentos dejó de percibirlo.
Afuera, aspirando el humo de autobuses
apenas funcionales, nos dieron una bebida amarga.
No había espacios en la sala de espera.
Algo nos fue vedado o se desarmó por completo.
Pisamos un hospital de una categoría tristísima.
Todo se puso blanco y negro por un tiempo y tomé las decisiones complicadas de irme.
A los perros que no se mueven en los instantes
previos al sismo se los traga la tierra,
y me vi muchas veces partido en dos por una fisura hambrienta.
Luego de irme volví y en alguna mudanza extravié las primeras once cartas.
Cuando tienes diecisiete años parece que nadie podrá hacerte sospechar de nada.
No sabes en dónde echar raíces y te aferras a lo primero que se quede quieto al empujarlo.
Te mudas. Aplastas al caracol. Antes los veía mucho en el pasto,
pero no sé si los han matado a todos con los químicos.
Hay días en que aprieto el estómago como un molusco negro.
Sé que no es nada, sólo el pánico, el drama público, una canción de cuna
para la migraña y las náuseas.
Días en que ojalá pudiera estar con algún viejo amigo en un Mustang otra vez,
lejos de los errores de los últimos
quince años,
lanzado desde un estacionamiento plagado de mugre hasta caer en el fondo del Hudson
como creo que tú nos enseñaste, Miller.
Como, según recuerdo, tú nos enseñaste.
Imagen: Peter Doig